Ayuntamiento de MOTRIL
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CULTURA

Cultura
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DIRECCIÓN

Casa de Condesa Torre-Isabel
Plaza de La Libertad, s/n
18600 - Motril (Granada)

E-MAIL

cultura@motril.es

HORARIO

8:00 a 15:00 de lunes a viernes, excepto festivos

TELÉFONO

958 83 84 49

Historia

Fachada Teatro Calderón
Techo Teatro Calderón
Interior Teatro Calderón

La historia de la arquitectura teatral en esta ciudad arranca desde los primeros años del siglo XVII. La entonces villa de Motril conoció un proyecto de corral de comedias en 1613, presentado por el caballero regidor don Juan de Cárcamo y Vargas, que no fue materializado. Sí se construyó, en cambio, la Casa de Comedias proyectada aquel mismo año por el vecino Juan Ortiz de Ulloa, quien  la vendió en 1616 a Pedro García Lobato, y que pasó a principios de 1634 al regidor Baltasar de Peralta. Era un inmueble escénico unido al llamado «Mesón del Postiguillo», junto al Postigo de Beas, perteneciendo el teatro y la posada al mismo dueño.

El mencionado Baltasar de Peralta remodeló por completo aquel edificio, con grandes sumas de dinero. Asimismo, obtuvo licencia municipal para colocar en él gradas y bancos fijos y para cobrar ciertos derechos de asiento. Con ello, la Real Casa de Comedias de Motril, rango con que fue distinguida en 1639 por Felipe IV, se convirtió en una concesión municipal a favor de uno de los miembros más eminentes del Concejo. A cambio de ello, el municipio obtendría un lugar privilegiado para asistir a las funciones teatrales.

La Casa de Comedias de Motril difería un tanto de otros corrales de la época, dado que respondía a intereses personales en lugar de tratarse de un edificio explotado por alguna orden religiosa o institución caritativa para subvenir en parte sus gastos; única manera de paliar las críticas de un clero excesivamente moralista, que veía en el teatro una fuente inagotable de desmanes, vicios y pecados. Sin embargo, las representaciones teatrales eran por su capacidad persuasoria eficaces transmisores de los idearios estamentales e inmovilistas de la Monarquía Absoluta, por lo que se convirtieron en uno de los espectáculos predilectos de la España barroca. La disposición de la Casa de Comedias motrileña coincidía, en líneas generales, con la de la gran mayoría de los corrales dramáticos españoles. Al igual que los teatros isabelinos de la época de Shakespeare, constaban de un espacio central –rectangular u ovalado– al descubierto, como patio o corral de una posada o casa de vecinos. En él tenían cabida todos los grupos sociales, si bien separados por sexos, linajes y cargos. La cazuela o patio central solía estar ocupada por hombres de toda condición, mientras que a las mujeres se reservaba la parte extrema del anfiteatro y los poderosos podían ocupar los palcos o aposentos privados. Estas edificaciones estables, deudoras de los tablados medievales, eran el escenario de una variante popular que nada tenía que ver con las representaciones de corte humanista de las mansiones y palacios cortesanos.

Tomás de Aquino y Mercado, en su obra manuscrita sobre la «Historia de las Antigüedades y Excelencias de la Villa de Motril, Antigua Sexi», escrita en 1650, aludía al inmueble en estos términos: «Una Casa de Comedias que fuera de Granada no la hay mejor en este Reino; costó diez mil ducados, que la hizo el Licdo. Baltasar Rodríguez de Peralta y sus entradas compiten con las de otras ciudades».

Aquel edificio escénico ubicado en la calle Comedias, a la que dio el nombre, fue cayendo en desuso a lo largo de la centuria siguiente, paralelamente a la decadencia y abandono del teatro barroco durante el Siglo de las Luces. Los dirigentes ilustrados favorecieron una práctica teatral basada en la didáctica enciclopedista como alternativa al monopolio eclesiástico de la educación (la Comedia Nueva de Moratín), que apenas caló en el pueblo, pero favoreció un cambio en la sensibilidad social de las clases pudientes. Por ello, mientras entraba en crisis el teatro popular, sí fueron fomentadas, en cambio, las representaciones en los salones de las familias aristocráticas, a las que pronto vendría a sumarse una clase social en ascenso imparable: la burguesía.

En la historia motrileña de aquellos años puede seguirse muy bien ese cambio de signo de los espectáculos teatrales: La Casa de Comedias de Motril experimentó urgentes reparaciones en 1770, por presentar un estado ruinoso. Aquel mismo año actuó en la ciudad la compañía de cómicos de Fernando Hilario. Sin embargo, cerró definitivamente sus puertas a finales de la centuria, siendo habilitada hacia 1808 como casa particular.

A principios del siglo pasado, pues, hubo que adecuar otros espacios para asistir a espectáculos teatrales. Así, antiguos edificios religiosos sometidos a las desamortizaciones de 1809 y, sobre todo, de 1836, con el ministro Alvarez de Mendizábal. En Motril, tal fue el convento de la Victoria, de mínimos de San Francisco de Paula, una de cuyas salas funcionaba como teatro hacia 1840.

Precisamente, a lo largo del siglo XIX se asiste a una concepción nueva del hecho teatral, gracias al advenimiento de una moral laica y secularizada, propia de la clase burguesa en ascenso. Los imperativos del nuevo teatro romántico, incluso en su recuperación del drama barroco, no corresponden ya a los ideales de la sociedad del Antiguo Régimen, sino al sentimentalismo burgués. Paralelamente, el espectáculo teatral se concibe como un negocio con la intervención del capital privado. Surge así la figura del empresario teatral, que contrata a las tradicionales compañías ambulantes según las leyes de la oferta y de la demanda.

Las transformaciones sociales y culturales del siglo pasado dieron lugar a la plasmación de nuevos modelos escénicos. Aunque ya en el siglo XVIII se construyeron en Madrid los primeros coliseos cubiertos—el Teatro de los Caños del Peral, en 1738—no será sino a partir de 1800 cuando proliferen los teatros cubiertos por toda la geografía nacional. Los nuevos edificios cumplían dos objetivos fundamentales: la rentabilidad económica y la representatividad social. La posesión de un palco, tanto para ver como para ser visto, constituía uno de sus grandes atractivos, al tiempo que generaba cierta ansiedad entre los circunstantes.

Motril no fue una excepción en la privatización del hecho teatral. El primer jalón de este proceso fue la construcción del llamado «Teatrito de Saló», hacia 1840. Se trataba de un pequeño inmueble ubicado en la actual calle del Teatro (del que tomó el nombre y aún conserva), en la esquina con la de Hernández Velasco, hoy calle Nueva. Era propiedad de una familia motrileña de cierto prestigio, uno de cuyos miembros, Enrique Saló, destacó por su afición a la ópera. Disponía de asientos generales, palcos y plateas. Fue sede del «Liceo», asociación artístico-literaria a la que pertenecía lo más nutrido de la alta sociedad motrileña, activa entre 1872 y 1880. En este último año, disuelto el Liceo, pasó a llamarse «Teatro Principal», cerrando sus puertas a principios del siglo XX.

Constituía el Teatro de Saló o Teatro Principal un edificio escénico de pocas pretensiones, mal equipado y con escasa actividad artística, salvo en los años en que en él se ubicó el Liceo motrileño. Esta sociedad, al igual que otros liceos o agrupaciones, aspiraba a la organización de veladas literarias y artísticas que superasen, entre otras cosas, el marco tradicional de la mansión señorial. En Motril, este papel fue asumido por el salón de la llamada Casa de los Micas, construida por don Antonio Ramón Micas hacia 1873, en la actual calle Muralla, sobre lo que fue huerta de la Compañía de Jesús.

No obstante, ni el Teatro Saló—o Principal— ni la Casa de los Micas pudieron superar dos deficiencias básicas: la falta de un auténtico espíritu empresarial y la reducida capacidad de aforo. Ambas fueron subsanadas, exitosamente, con la construcción del Teatro Calderón en 1881, la época de mayor despegue económico de la ciudad.

Hacia 1880 las condiciones económicas de la ciudad de Motril permitían augurar un futuro brillante, gracias al relanzamiento de la actividad cañera, que había estado en franca regresión desde la terrible peste de 1679. La recuperación de la ciudad en la centuria siguiente fue posible mediante la extensión del cultivo del algodón, que atrajo a los capitales y comerciantes de Cataluña; de ahí el nombre de calle Catalanes de una de las principales arterias de la ciudad.

A finales del siglo pasado las fluctuaciones de la política arancelaria española propiciaron la vuelta al cultivo de la caña de azúcar, invirtiéndose grandes capitales en la implantación de las modernas fábricas azucareras que han caracterizado hasta casi la actualidad el paisaje agrario de la comarca.

La riqueza económica generada en la Vega del Guadalfeo favoreció la existencia de grandes hacendados y de una burguesía mercantil y financiera relativamente amplia. A este grupo selecto pertenecieron miembros de familias motrileñas, algunos de los cuales tuvieron cierta incidencia en la política provincial y nacional, y cuyos apellidos resuenan aún en la memoria colectiva del pueblo motrileño. No todo fue positivo: la reactivación económica de la zona no careció de deficiencias, como la escasez de infraestructuras en las comunicaciones terrestres y marítimas y la escasa incidencia a nivel local de los capitales obtenidos, moneda de uso común en la tardía y fallida revolución industrial andaluza.

Sin embargo, la burguesía media afincada en Motril, acomodaticia y de signo conservador, sí precisó de un foro digno para contrastar sus aspiraciones sociales y culturales. Estas cristalizaron en la construcción de un coliseo manifiestamente grandioso para una pequeña ciudad de provincias que, no obstante, superaba entonces los 16.000 habitantes.

Pues bien, en 1880 se formó una sociedad formada por los señores Juan Cervera, Antonio Dinelli Galiano y Benito Vidaurreta Ursul, bajo el apelativo de Juan Cervera y Compañía, con objeto de construir en el centro urbano de Motril un edificio teatral. La constitución de esta compañía evidenciaba ya por sí sola un marcado espíritu empresarial del que carecían otros espacios escénicos motrileños, como ya se ha dicho.

El mayor peso específico de aquella sociedad privada correspondió, sin duda, a Juan Cervera, dado que era el dueño del solar sobre el que se ubicaría el Teatro Calderón de la Barca. Quizás por ello el ala septentrional del edificio, orientada hacia la actual plaza de España, se concibió como residencia privada de la familia Cervera, a la que perteneció hasta 1953. Curiosa manera, a nuestro entender, de conciliar dos intereses especulativos tan distintos.

Sea como fuere, el hecho es que los tres empresarios debían de disponer de caudales más que suficientes, dado que las obras del Calderón se realizaron en apenas un año. En febrero de 1881 estaban ya muy adelantadas, pues entonces la compañía de Juan Cervera satisfizo una buena cantidad de dinero a las arcas municipales por la ocupación de 17 varas de terreno en la llamada plaza de la Herradora, luego de Paulino Bellido; sin duda, para efectuar el retranqueamiento de la fachada principal del inmueble. Pocos meses más tarde, en julio, según el diario granadino «La Tribuna», se estaba «terminando la construcción del magnífico teatro, edificio que honra sobremanera a la población».

El Teatro Calderón debió de abrir sus puertas a finales de 1881, si bien cosechó entonces escasos éxitos de público y crítica, debido, por una parte, a la inexperiencia de los promotores, y, por otra, a la propia competencia del Teatro Principal, rivalidad que rápidamente cambiaría de signo en los años siguientes, hasta el cierre definitivo de este último a principios de la presente centuria. A partir de 1882 mejoran cualitativamente las representaciones en el Calderón, mediante una mejor selección de las compañías teatrales.

Aunque el género predilecto y más solicitado por el público era la zarzuela, ya hacia 1883 tuvieron lugar en el nuevo coliseo representaciones dramáticas, de la mano de la compañía de Victorino Tamayo y Baus. También fue escenario de veladas musicales, bailes de época, espectáculos de ilusionismo y un largo etcétera.

El 13 de diciembre de 1881 apareció en «La Tribuna» una descripción precisa del recién inaugurado edificio motrileño, en estos términos: «El teatro aludido se compone de un extenso escenario al que no faltan sus rinconcitos para guardar exquisitamente las decoraciones y demás enseres ... de un patio de 200 butacas más o menos, de un estrechísimo pasillo ... que conduce a las plateas, y de palcos que en unión de las primeras, se hayan con cierto gusto amueblados [...]. De palcos segundos sumamente ahogados y por último de una cazuela no muy elevada de techo, aunque sí lo suficientemente ventilada».

Se trataba, por tanto, de un pequeño teatro concebido «a la italiana»: una sala de espectadores con forma aproximada de herradura, provista de asientos de butaca, palcos, plateas y cazuela, y orientada hacia una gran caja de escena para albergar las complicadas tramoyas de la época. Los primeros modelos de coliseo cubierto, en efecto, fueron experimentados en Italia, ya fuese mediante ejercicios teóricos de recuperación arqueológica, como el caso del teatro palladiano de Vicenza, mediado el siglo XVI, ya por derivación de las estructuras móviles usadas en los espectáculos ecuestres, Como el anfiteatro Bóboli, en Florencia, o el proyecto del teatro Cornaro, en Venecia, a finales del siglo XVII.

Las auténticas raíces del edificio teatral moderno fueron consecuencia de un largo debate teórico en Italia y Francia, en la época de la Ilustración, mediante un compromiso entre la privatización del hecho teatral y la recurrencia a los ideales igualitarios de signo burgués. El resultado fue la concepción de un edificio de forma circular donde todos los espectadores están a la misma distancia de la escena, con graderías escalonadas, siguiendo la natural disposición en la ladera de un monte del teatro clásico. En definitiva, una especie de templo laico, dedicado a actividades cívico-culturales y definido axialmente por unos espacios de aproximación desde el exterior, con fachada, vestíbulos, escaleras, sala, escenario y dependencias de actores. Este modelo teatral fue importado en España, codificado ya un lenguaje arquitectónico propio entre el rigor neoclásico y el eclecticismo, y cuyos paradigmas más influyentes fueron la Scala de Milán o la Opera de París.

Pues bien, estructuralmente en poco difiere el Calderón de Motril de tantos otros teatros españoles surgidos a partir de la segunda mitad del siglo pasado, al menos en lo que se refiere a inmuebles de marcado carácter provinciano, si bien posee algunos rasgos peculiares dignos de mención. Quizás, el modelo más fidedigno que pudo servir de inspiración, por sus características y cercanía, sea el edificio del Teatro Cervantes de Málaga. Como el Calderón, fue fruto de una sociedad de influyentes personajes en la burguesía malagueña de la época; su construcción se llevó a cabo también en un solo año, entre 1869 y 1870, bajo la dirección del arquitecto Jerónimo Cuervo, debiéndose la decoración pictórica al valenciano Bernardo Ferrándiz.

Por desgracia, se desconoce quien fue el tracista del teatro motrileño, pues no se conserva el expediente de licencia municipal. Se sabe, no obstante, que la aprobación de los planos pasó por la competente comisión de policía urbana, de la que formaba parte el maestro titular de obras de Motril, don Antonio Díaz de Losada. La importancia del proyecto obligó a requerir opiniones de otros arquitectos residentes en Granada: don Fabio Gago, titulado por la Real Academia de San Fernando, y don Cecilio Díaz de Losada, maestro de obras del Ayuntamiento granadino. Al parecer, sólo se modificó la fachada principal, que en principio se había concebido en ángulo. Los ediles motrileños exigieron su rectificación, tomando parte de la plaza de la Herradora, para que ésta quedase perfectamente alineada.

Su ubicación en el centro activo de la ciudad respondía a exigencias sociales y funcionales, tal y como se prescribe en la tratadística de la época, aunque no supuso una renovación de equipamientos urbanos en materia de paseos o espacios de acómodo para carruajes. Mientras su fachada principal daba a una pequeña placeta, alineada entonces, el flanco septentrional limitaba parte de la llamada plaza de la Constitución, a la que se asomaban también el edificio consistorial y la parroquia mayor. No fue concebido como edificio emblemático de la nueva ciudad del siglo XIX (tal fue el caso de los coliseos en las capitales españolas), sino que su marcada estructura exterior de edificio civil privado quedó perfectamente integrada en relación a los inmuebles históricos circundantes.

Todo el ámbito espacial asomado a la actual Plaza de España se concibió, como ya se ha dicho, como residencia privada de la familia Cervera. Al parecer, esta crujía se hizo con posterioridad respecto al Teatro en sí, si bien perfectamente ligado a él, constituyendo un conjunto equilibrado. En sus 27 metros de extensión lineal, posee doble hilada de ocho huecos, un tanto asimétricos, al estar ubicada la portada principal en el quinto, ya en el seno del Callejón del Teatro. Tanto las ventanas inferiores como los balcones del piso superior rematan en arcos rebajados con cornisa moldurada, según los cánones de las edificaciones civiles de la época. Hoy día se han situado en su interior diversas dependencias relacionadas con la gestión y equipamiento del Calderón.

Ese mismo afán de integración está presente en la fachada principal de la placeta de Paulino Bellido (antes de la Herradora), carente del aire palacial otorgado a otros coliseos de la época. Se compone de un cuerpo central ligeramente adelantado, con tres calles estructuradas de abajo a arriba por puertas, balcones y ventanas, rematado el conjunto por un frontón neoclásico. A su izquierda, se repiten dos hileras de balcones y ventanas; y, a la derecha, dos pequeños óculos. Los vanos son adintelados y sin molduración. Recuerda en su concepción a los edificios fabriles azucareros que se estaban levantando en la época, respondiendo a unas claves arquitectónicas de profundo arraigo en la ciudad. Como ya se ha dicho, fue la única parte modificada del proyecto original, donde tal vez sí pudo intervenir la mano de Antonio Díaz de Losada, arquitecto municipal.

Desde la fachada principal se accede a un vestíbulo desahogado en doble planta, para el descanso de entreactos y el acceso a los palcos superiores y cazuela. Era el único lugar reservado al ocio de los asistentes a las representaciones, careciendo este edificio de los preceptivos salones de tertulia, cafés o salas de baile de los grandes teatros españoles. Ni el vestíbulo ni las escaleras fueron sometidos a operaciones significativas de embellecimiento ornamental, compartiendo el mismo carácter austero del exterior del edificio.

En cambio, la riqueza ornamental de la sala de espectadores sí proporcionó el efectismo y la sorpresa propios de las máquinas teatrales decimonónicas. Consta el interior de un patio de butacas y de tres pisos con plateas, palcos y cazuela, a los que se accede por un estrecho pasillo de muros curvos, siguiendo el trazado oval de la sala. Los tres pisos aparecen divididos por columnillas de fundición, evocando el orden corintio. Todos estos ámbitos poseen sencillos antepechos de madera, excepto los palcos del proscenio, provistos de barandillas metálicas de pecho de paloma.

Las columnillas que marcan la divisoria de los palcos están exentas, lo que les confiere cierta profundidad visual. Curiosamente, los palcos no aparecen divididos por muros, sino por pequeñas mamparas, lo que nos hace evocar más los modelos abiertos franceses que los columbarios cerrados característicos de los coliseos italianos. El proscenio está dotado de cierta monumentalidad, al quedar enmarcado por dos pilastras corintias de orden gigante, de forma semejante al Teatro Cervantes de Málaga, derivado de los modelos franceses de la época, como el de Lyon.

El techo de la sala, plano, aparece ornamentado con un lienzo al temple, en el que figuran cuatro cuadros dedicados a las musas Euterpe, Talía, Melpómene y Terpsícore. Obras atribuidas al pintor Francisco Muros, de modesta ejecución, pero de perfecta composición espacial. Muros fue funcionario de la Diputación granadina entre 1862 y 1881, como delineante de obras públicas provinciales. En dicha ciudad realizó ese último año cinco lienzos alegóricos para el Café de León, en el corto tiempo de doce días.

La escena, finalmente está dotada de gran altura y capacidad. Disponía de tres niveles de altura, galerías de trabajo perimetrales y dos hombros a derecha e izquierda, separados por grandes pilastras de ladrillo como elementos estructurales de sostén; asimismo, contaba con un amplia embocadura, ligeramente abocinada, un suelo de escenario levemente inclinado para mejorar la perspectiva, concha de apuntador y trampillas de comunicación con el foso. Bien provista, por tanto, para hacer representaciones teatrales, adolecía no obstante de un espacio dedicado a la orquesta, parte esencial de las representaciones de la época, por la popularidad de que gozaron la zarzuela y otros géneros musicales.

Por fortuna, el edificio se ha conservado según los mismos parámetros seguidos en su construcción, hacia 1881. Gracias a ello, se ha convertido en bien patrimonial de gran valor, en un fiel reflejo de los ideales finiseculares de la burguesía motrileña y de unas relaciones basadas no en estamentos inmovilistas, sino en la distinción de índole económica, debido a la «ansiedad» social que generaba la ocupación de los palcos u otros lugares preferenciales.

Desde su inauguración en el citado año, hasta su cierre definitivo en 1971, el Teatro Calderón ha experimentado sucesivas remodelaciones, relacionadas con la variedad de usos y funciones a que fue destinado. En él han quedado reflejadas las aspiraciones y la vida cotidiana de la sociedad motrileña, así como las modas, los cambios de gustos y las propias transformaciones, a un rítmo vertiginoso, del mundo contemporáneo.

Desde 1905 simultaneó la actividad teatral con la cinematográfica, fue escenario de fiestas, mítines políticos, asambleas locales y actividades culturales organizadas por el Centro Cultural Recreativo desde 1940.

En 1982 obtiene la declaración de Monumento de Interés Local, y dos años después, el Pleno del Ayuntamiento de Motril acuerda su adquisición a la familia Viñas Dinelli.

El estado ruinoso en que se hallaba exigió su rehabilitación, que fue dirigida y  proyectada por los arquitectos Pablo Fábregas Roca y Emilio Herrera Cardenete dentro del Programa de Rehabilitación de Teatros de Andalucía, coofinanciado por la Junta de Andalucía y el propio Ayuntamiento de Motril.